El partido decisivo

Su hermana asegura que echará de menos su ciudad natal porque es porteño hasta la médula. Nunca sabremos con certeza si Jorge Mario Bergoglio, hoy conocido como el Papa Francisco, hizo la maleta con el presentimiento de que saldría elegido como el sucesor de Benedicto XVI y sería el nuevo inquilino del Palacio Apostólico. Muy lejos de su Buenos Aires querido.

Como un jefe de Estado más, pero en calidad de vicario de Dios en la tierra, hoy culmina la toma de posesión del Pontífice Francisco acompañado de personalidades y políticos. Seguro que alguna vez lo soñó cuando, en su juventud, eligió el camino del sacerdocio al ingresar en la órden de los Jesuitas. Un sueño que germinó a partir de una renuncia que anticipó siendo un mocoso, cuando le dijo a su primer amor, una cría llamada Amalia, que si ella no le correspondía ya no tendría más novias y se haría cura.

Si la niña Amalia Damonte y el chiquillo Jorge Mario Bergoglio se hubieran dado un beso fugaz en el barrio de Flores, donde ambos crecieron y corretearon, tal vez Francisco no se habría asomado al balcón de la Plaza de San Pedro para reiterar su compromiso con los más pobres y su firme creencia en que la misericordia nos hace a todos mejores personas. Sin duda, tanto si hubiera elegido el amor carnal antes que entregarse a Dios, lo que está claro es que el hijo de dos humildes piamonteses que emigraron de Italia a Argentina, muy pronto se sintió identificado con las carencias de la gente que vivía en las barriadas populares de Buenos Aires. Bengoglio llegaría a ser Papa, pero en su alma habitan el tango, la pasión por su equipo de fútbol, el San Lorenzo, y las tardes de mate compartidas con los feligreses de las villas miseria.

Sin embargo, Francisco no pretende sacudir al Vaticano con la díscola Teología de la Liberación que muchos de sus compañeros jesuitas propagaron en Latinoamérica. Si durante los años tenebrosos de la dictadura militar en su propia orden los disidentes fueron castigados por la policía política, Bergoglio, quien al parecer protegió a los desafectos, no denunció públicamente la violación de los derechos humanos. Su misión, ha señalado su portavoz, Guillermo Marcó, era la de «mantener la no politización de la Compañía de Jesús».

Si bien el Papa Francisco simpatizó con el peronismo en sus años mozos, hoy se erige como enemigo del populismo al estilo de Cristina Fernández de Kirchner y su desaparecido esposo Néstor Kirchner, por considerar que estas políticas seductoras pero ineficientes condenan a la sociedad a la pobreza. También se opone a las ideas «neoliberales», a las que ha responsabilizado de la «crisis socio-económica». Es evidente que aprovechará su influencia global para continuar predicando en contra de los excesos del poder dentro de la línea habitual de sus predecesores, que es la de defender a los necesitados pero sin tener una idea definida de cómo se elimina la pobreza más allá de las buenas intenciones.

Aunque un firme defensor del dogma tradicional, el Papa Francisco ha traído al Vaticano un estilo distendido y criollo que, desde luego, no será suficiente para enfrentar los retos de una institución aquejada de los pecados más terrenales. Albert Camus, otro amante del fútbol que lo jugó en su juventud con más habilidad que Bergoglio, solía decir que «la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga». Ahora Francisco es el guardameta del Vaticano. Le espera el partido de su vida.